domingo, 1 de mayo de 2011

Día de la Madre en el hospital.


           Hay un susurro constante a mi espalda, tan familiar ya, que inconscientemente he dejado de prestarle atención. Es la respiración agitada y fatigosa de Tlaitma, la compañera de habitación de mi madre. Ya casi no habla, solamente su hijo, Mohamed, es capaz de entenderla; está tan débil que sus palabras son apenas un suspiro ininteligible. Muchas noches sustituye el ritmo de su respiración por una llamada igualmente rítimica y constante, incansable y permanente: llama a su madre, en su idioma, en tamazig, “ Inma… inma…”. La última noche estuvo así aproximadamente cinco horas.

            Hace un momento su voz cambió de registro, y me pareció percibir un tono de llamada, así que me volví a mirarla y efectivamente me reclamaba con un débil gesto de la mano y su voz susurrante. Me levanté del sillón y me acerqué a la cama, pensando que tal vez querría cambiar de postura, pues muy a menudo me requiere para tal menester ya que ella se encuentra tan débil que es incapaz tan siquiera de girarse un poco. Mirándola uno comprende el profundo significado de la expresión “postrado en la cama”. Le hago un gesto con el que pretendo preguntarle hacia qué lado desea girarse. Me contesta con un leve movimiento negativo de la cabeza. Con otro gesto pregunto si desea incorporar algo más la cama o bajarla. Esta vez niega con la mano que puede mover, la izquierda. El lado derecho de su cuerpo está paralizado. Me susurra algo con la escasa fuerza de que es capaz y abre mucho los ojos. Sin duda algo quiere de mí, pero no alcanzo a comprender el qué. Resignado despierto a Mohamed que duerme junto a ella (es imposible dormir en estos sillones, pero él lo consigue, creo que aliándose con el cansancio acumulado de incontables noches).

            − Tu madre quiere algo, pero no la entiendo.

            Se incorpora restregándose los ojos e interroga a su madre. Ella contesta, tan débilmente que le obliga a acercarle la cara a escasos centímetros para discernir sus palabras. Finalmente comprende.

            − ¿Qué quiere? − le pregunto.

            Ella me mira. Me mira… ¡y se ríe!. Y es una expresión de felicidad y triunfo la que alcanzo a descubrir en su rostro. Un triunfo que intuyo íntimo e inexplicable.  

            Yo no comprendo… Mohamed se dirige a la puerta.

            − ¿Le pasa algo? – pregunto nuevamente.

            Mohamed sonríe también levemente y contesta:

            − Quiere que te invite a café – y sale de la habitación en busca de la máquina expendedora al final del pasillo.

            Me quedo un poco confuso. No lo esperaba. Ella continúa sonriendo  y mirándome, y ahora percibo más claramente ese aire de triunfo en su sonrisa mientras hace un gesto afirmativo con la cabeza. ¡Pobre de mí! He caído en las redes amorosas de una madre.

            Mi arrogancia de hombre sano me ha hecho suponer que esta persona enferma atrapada en la cama que la consume, únicamente podría requerir mi ayuda, grande o pequeña. Pero ella ha encontrado la manera de ofrecerme algo, de hacerme un pequeño regalo con el que agradecer mis torpes ayudas para moverla. Por eso sonríe. Sabe que me ha sorprendido. Y eso la hace feliz. Ha empleado el arma más poderosa del mundo para dar un pequeño e inesperado giro a nuestra limitada relación: su autoridad de madre, ganada con el amor de años.

            No lo olvidaré. Una madre es capaz de cuidar de ti aun en las más inesperadas e insufribles de las situaciones, aunque sea ofreciéndote un pequeño e insignificante regalo con el que recordarte que, incluso en el límite de la vida, ella está capacitada para amar y cuidar de los otros. Y lo seguirá haciendo hasta su último aliento.

            Gracias, Tlaitma.

Y feliz día de la madre.

1 comentario:

  1. Que bonito, que bien escribes, me has hecho llorar en el dia de la madre.

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